¡Qué cara está la toma de decisiones!
Continuamos con la Serie El Cuello de Botella Sos Vos, en la que identificamos los límites reales al desempeño humano. En los artículos anteriores hicimos una breve presentación, y nos metimos con el foco.
Hoy vamos a hablar acerca de la toma de decisiones. Como la pensamos habitualmente, cuáles son los “costos ocultos” que ésta encierra, y qué impacto tiene en nuestro día a día y nuestro desempeño.
¿Cómo tomamos decisiones en estado salvaje?
Todos tenemos en nuestra cabeza una lista de las actividades mentales que requiere esfuerzo: Sabemos que estudiar, aprender, trabajar, memorizar, calcular, etc. ”nos cuestan”. Por alguna razón, el hecho de tomar decisiones suele quedar por fuera de esto.
Cuando dejamos algo para adelante, pensando “después lo veo”, sentimos en el nivel superficial, que “zafamos” de algo, que pudimos evitar hacer algo.
Si pudiéramos conversar con nuestra Yo del futuro (el que tiene que resolver lo que ahora dejamos pendiente) podríamos ver que no nos hicimos ningún favor:
“Abrir” un tema, mirarlo, pensar algunas cosas, y pretender “cerrarlo” sin haber resuelto nada nuevo, es caro. Es un poquito de pan para hoy, mucho hambre para mañana.
¿Qué pasa dentro nuestro cuando tomamos decisiones?
Cuando tomamos una decisión la podemos formular en palabras. Por ejemplo, “¿Qué me conviene hacer? Cambio de trabajo, o me quedo en este?”, y esto nos genera la sensación de que acabamos de producir dos ideas, que pueden ser manipuladas intelectualmente, que estamos frente a un problema intelectual, y que si hacemos columnas de Pros y Contras, estamos haciendo lo que tenemos que hacer.
Lo cierto es que cuando nos encontramos con una disyuntiva (grande o pequeña), recurrimos a las herramientas más antiguas que disponemos. Entra en juego el Sistema Límbico, en el que se conjugan inseparablemente las emociones y la regulación del comportamiento.
Las decisiones se sienten. Se sienten en “las entrañas”, en el corazón. Circulan dentro nuestro como información no verbal.
Esto no es un problema. De hecho, es la única manera de tomar buenas decisiones. En experimentos en los que se fuerza a tomar decisiones sólo con la parte racional del cerebro, invariablemente se demora más, se toman decisiones de peor calidad, y quedamos con mayor dudas.
Una vez que la decisión está tomada (inmediatamente!) vamos a racionalizar lo que acaba de pasar: lo vamos a traducir a palabras, para poder exteriorizarlo y explicarlo. A los demás y a nosotros mismos. Es decir, que construimos y nos contamos historias para sostener nuestras decisiones.
Es muy importante entender que la parte del cerebro que controla la toma de decisiones no controla el lenguaje. Tomar decisiones, y explicar las decisiones tomadas son habilidades que habitan partes del cerebro muy diferentes.
En conclusión, tenemos que desconfiar de la versión de nosotros que explica un proceso de toma de decisiones. No es eso lo que pasó. No son esas las razones.
Entonces, cómo tomar buenas decisiones?
Ganá perspectiva.
¿Cuál es tu foco principal? ¿Cuál es el foco principal de tu empresa? ¿Para qué existe tu organización? Estas preguntas deben ser filtro y guía para tomar decisiones.
En una oportunidad, trabajando con un cliente fuertemente dedicado a las finanzas, se nos presentó una oportunidad, a primera vista muy interesante, del ámbito de la salud. Los financials estaban todos bien, la posibilidad era atractiva, nos entusiasmamos todos… (todas reacciones emocionales fuertes) hasta que repasamos la Misión.
Con ese sólo ejercicio caímos en la cuenta de que la decisión estaba tomada por nosotros de antemano. Pero entonces, ¿quién decidió? Nosotros mismos, en el pasado. En un momento de tranquilidad, sin estar expuestos a la emoción del momento.
Es necesario elevarnos del día a día. Mirar el negocio desde “arriba”, para poder percibir el largo plazo, y el Bien Mayor, para tu empresa, para vos, o para la sociedad en general.
Simplificá.
Todos conocemos los ejemplos de Obama, o de Steve Jobs, que usaban todos los días la misma ropa, para evitar decidir.
“Simplifica” es una manera más simpática de decir “restringite”. Limita tu espectro de decisiones posibles.
Esto funciona muy bien en el plano individual. Si dejo mi día de trabajo librado a la espontaneidad, lo más probable es que me deje llevar en muchas direcciones a la vez. Si en cambio defino el día anterior qué voy a estar haciendo a las 9 de la mañana, la vida es mucho más simple. Nuevamente: decido antes de estar sujeto a los estímulos y las emociones del momento.
Nuestro juego cambia cuando mejoramos nuestras decisiones
Lo más importante es generar fluidez. No frenar. No posponer. Es mejor una decisión imperfecta, que suspender una decisión.
Una decisión incorrecta puede ser fuente de grandes aprendizajes. Pero para esto, es necesario que tengas claras las opciones que tenés frente a vos, y las implicancias de cada una.
En definitiva, una de las maneras de entender el liderazgo es como un subproducto de las responsabilidades que asumimos.
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